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jueves, 16 de septiembre de 2010

“Cien gramos de…” I Parte. El estraperlo

Hace cola en el super, la saliva se acumula y vuelve el sabor terroso del chocolate de algarroba. Es el momento de tikar cada alimento, al mismo tiempo que se escucha una suave cancioncilla que registra mi mente y lo asocia con el precio del producto.

No pude evitar, al entregar a la cajera una cartilla de plástico para rellenar los distintos cupones y poder conseguir un sartén, recordar las antiguas cartillas de racionamiento, un impreso dolorosamente familiar para varias generaciones de consumidores.

El azúcar, el aceite, el bacalao, el tocino y los garbanzos se exponían en los colmados como piezas de museo. El racionamiento era la acción del Gobierno destinada a controlar la distribución de las mercancías, asignando a cada español determinada cantidad —una ración— de los artículos que más escaseaban. Ese control férreo de la producción no impidió la aparición del mercado negro: el estraperlo. Mientras el régimen franquista pretendía poner coto.

El 22 de marzo de 1952 —“decimotercer aniversario de la Victoria”, en la jerga oficialista—, el Consejo de Ministros anunciaba que, a partir del 1 de abril, se suprimía el racionamiento de pan. La fecha marca el final de la posguerra y el abandono de una política autárquica que dará paso a una tímida apertura al exterior. “Todas las personas incluidas en el régimen de racionamiento podrán adquirir libremente y sin necesidad de corte de cupón la cantidad de pan que deseen. El Gobierno da muestras así, una vez más, de la clara orientación de su política hacia la normalidad de los mercados y confirma con hechos positivos la base real de las perspectivas optimistas de la economía española”, aleccionaban los diarios de la época. El racionamiento de combustible y materias primas permanecerá unos cuantos años más.

La cartilla era en realidad un talonario formado por varios cupones, en el que se hacía constar la cantidad y el tipo de mercancía. Las había de primera, segunda y tercera categoría, en función del nivel social, el estado de salud y el tipo de trabajo del cabeza de familia. Los alimentos se podían adquirir durante un determinado período de tiempo en establecimientos sujetos al control de la administración. Los funcionarios adscritos a esta tarea eran bautizados popularmente como “los de abastos”.
Cuando “los de abastos” llegaban a las aldeas, los campesinos escondían los sacos de legumbres en los tejados, conducían los cerdos al monte y no faltó quien construyó una doble pared en su casa para ocultar fardos de trigo y harina.

Algunos presos cuentan que en esta época de hambruna, sus familiares les mandaban comida. Y recibían piedras. El beriberi hacía que murieran como chinches. Y si les daban grasa, como no estaban acostumbrados, se iban para el otro barrio mucho más rápido”.

Mucha hambre hubo en Tarifa y algunos me cuentan que de joven, sin saber nadar se tiraban al foso de la Isla para poder recoger las patatas podridas que sobraban y tiraban esos militares allí.

“Las cartillas deberían haber asegurado el abastecimiento de lo más imprescindible; sin embargo, no fue así. Gracias a ellas, surgió un mercado negro controlado por grandes jerarcas afectos al régimen y por ese tipo de delincuentes que nacen y se enriquecen al rebufo de la miseria general”. Así se favoreció el estraperlo.

El Racionamiento no sirvió para nada, la gente con dinero seguían comiendo bien. Es usual, aunque muy pocos lo reconocen el estraperlo en Tarifa. Cuantas tarrinas de manteca, paquetes de café y azúcar se comercializaba negramente. La Penicilina era traída de Gibraltar.
Sonada es, para mi verdad, la historia de que por estos campos de Tarifa, más cerca de la costa y de la 90, se enseñaban a los burros con sus alforjas el camino de vuelta, de tal manera que llegaban solos a sus dueños, o matuteros.

En cuanto a la picaresca, “Por entonces, hasta los muertos tenían cartilla”.
Las falsas embarazadas eran legión: “Su vientre ocultaba aceite —carísimo—, harina, judías, carbón…”.

“Te agujereaban la tarjeta con un punzón cada vez que comprabas un pan como el serrín. Irónicamente, era el pan integral de hoy, que es casi un producto de lujo. Si conocías a un panadero, le llevabas la libreta. Te pasaba el punzón de nuevo y conseguías otra barra”. A la muy perseguida falsificación de cartillas pronto se sumó la venta de tarjetas de fumador, que se entregaban a los mayores de dieciocho años. Los economatos de ministerios y grandes empresas recibían más suministros que los comercios. “Allí tenías la posibilidad de comprar carne. Las amistades podían proporcionarte la tarjeta de algún economato y comprar así sin hacer colas” .
Matutera o estraperlista viene a significar lo mismo: persona que introduce géneros en una población eludiendo impuestos. Da igual que sea hombre o mujer; sin embargo, en esta zona del Campo de Gibraltar y allá por los años 40 y 50 de este siglo XX que está dando las boqueadas, las mujeres que se dedicaban a tal menester eran conocidas como matuteras; lo de estraperlista se aplicaba más bien a los hombres que hacían la misma función. El género introducido por unos y otras, que podían ser iguales o distintos, se denominaba “de estraperlo” (café de estraperlo, tabaco de estraperlo, penicilina de estraperlo…); el vocablo “matute” rara vez se usaba. Lo de contrabando o contrabandista significaba como una categoría de mayor altura y riesgo que precisaría de un estudio más profundo.

Matuteras y estraperlistas siguen existiendo todavía en la comarca. Dos razones lo justifican: las fronteras de Gibraltar y Marruecos y la necesidad de buscarse la vida de alguna manera de quienes no encuentran otra salida. Acabemos con el paro, los contratos basura, los sueldos de miseria y las pensiones ridículas y cesará el trapicheo de las matuteras y los estraperlistas.

No voy a dar ningún nombre ni me detendré en descripciones por las que pudiera ser identificada alguna persona; y no porque, como alguien tal vez piense, se trate de una vergüenza o un baldón haber sido matutera, sino precisamente por todo lo contrario, por el gran respeto que siento hacia aquellas mujeres, algunas ya desaparecidas, que en tiempos difíciles le plantaron cara a las dificultades y salían a jugársela cada día aguzando el ingenio para eludir que las cogieran los de la brigadilla o los “lechuzos”, que las tenían fichadas y las esperaban por donde pensaban que podían entrar, con lo que eso suponía de confiscación del género y la multa por el doble de la mercancía incautada.

Las matuteras, conocidas, la mayoría de ellas, eran viudas; viudas de marineros, de arrieros, de camalos, de camareros y demás profesiones de las de pan para hoy y hambre para mañana. Estas mujeres no eran viejas aunque fueran viudas; serlo entonces con cuarenta años era casi normal en ciertas capas sociales, y a esa edad, algunas con una caterva de hijos, tenían que ganarse las habichuelas para la olla familiar del modo que fuera, aunque tuvieran que correr riesgos, padecer malos modales y sufrir detenciones con multa aparejada. Jóvenes matuteras existían también; muchachas huérfanas del mismo nivel social, madres solteras, hijas de la calle, guapísimas algunas, que se negaban a vender su belleza en el mercado del sexo o a ser querida oficial de algún baboso de los que piensan que todo tiene un precio.
Fuentes:
  • La época del estraperlo Taller de “Tradición oral”.Colección Provectas aetas
  • Las matuteras José Araújo Balongo. Aljaranda 9

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